Hace algunos días me ocurrió algo extraño. Algo que extraditó mi conciencia a la confusión más babélica.
Salí del portal de mi casa. Me dirigí a un bar cercano que forma parte de la soberana rutina que me dictan frecuentemente los domingos. Me senté en el mismo lugar de siempre, en la misma terraza del mismo bar. No era difícil que un chico relativamente joven como yo, se percatara de que era el mismo de siempre. Un pájaro alzó el vuelo y comencé a cuestionar la libertad. El camarero me preguntó que si quería tomar lo de siempre, un té doble con dos sobres de azúcar. Dije sí con la mirada y comencé a hacerme la idea de que sería fácil denigrar la simpatía de aquel que me servía el té en aquella mañana de domingo. Pero los domingos son días tranquilos, sosegados. La gente vive más despacio, la mañana despierta lentamente mientras acecha al mediodía, y cuando te das cuenta son las siete de la tarde y se te ha pasado la masturbación de después de la comida. El domingo no encuentra a nadie que le despierte aunque despiertes en un hotel después de una noche de sexo. Un domingo es un día sin latido, donde la intensidad no existe. Pues bien, a diez metros pude ver al camarero recitar movimientos pasajeros con sus pies extraños mientras se acercaba a mi mesa. Dejó caer el té sin derramarlo y luego pude reconocer por el sonido de los pasos que se alejan, que se había marchado. Podría haberle tirado el té en el momento en que lo dejó reposar hirviente sobre la mesa, o en un momento posterior, estando el té en la misma, cuando me dedicó una de esas histriónicas sonrisas incomprensibles para mí e inadecuadas para alguien que apenas gana mil euros mensuales, doscientos de los cuales los invierte posiblemente en drogas. Pude haberlo hecho, pero no lo hice.
La tacañería del mediodía se me adentraba poco a poco por el codo. En cierta manera, los mediodías no nos otorgan nada. Muchos de nosotros los ocupamos en amplias siestas o en prórrogas de nuestro almuerzo pura traducción de tiempo perdido. Otros simplemente trabajan para otros. Otros, vuelven a casa con sus coches; otros vuelven andando; otros no vuelven sino que van. Yo también me había ido de la prosa que prometí en mis primeros pensamientos, por ello, volví al camarero, me deposité sobre su bandeja que sin ser de plata como la de Wilder, era más bien cómoda, permisiva con la reflexión, un afluente de la libertad o de la abstracción. Comencé a pensar que era difícil comprenderme, sobre todo cuando eres más bien idiota. Yo en ocasiones lo era. Como el resto de mi generación. Jamás logré comprender la sencillez, fui muy deficiente en lo cotidiano. No me importaba. Por suerte esos estúpidos tests me pronunciaban bien, me defendían entre números elevados de gloria intelectual. Los fundí todos, todos. El test de Raven, el test de Lewis Terman, el test de Mensa Internacional, incluso el Test de Antena3.
El camarero sabía más que yo sobre el entorno que nos abrazaba. Yo tenía muchas cuestiones, es cierto, pero ninguna respuesta. Además, él me conocía más de lo que yo pude conocerme jamás. Sabía por ejemplo, que había ganado un concurso local de poesía, y ello era algo a lo que yo aún no me había hecho la idea. No disfruto demasiado del éxito, no dejo que me aplaudan demasiado. Pero en ocasiones también yo me aplaudo, sobre todo en silencio.
Cuando sorbí por sexta vez el té que habían dejado caer mecánicamente sobre mi mesa, el chico al que pude haber denigrado me pasó un papel, fue rápido, como el viento. Tan rápido que ni siquiera me dio tiempo a sorprenderme. No empeciente, mi tranquilidad agonizaba en los dedos de mis manos, pero muy elegantemente cogí el papel de la mesa y lo miré, estaba doblado en dos. Esperé unos segundos antes de desplegarlo para así tamizar el ansia que tan mal sienta a la elegancia, alimentando la tranquilidad de mis dedos. Mientras, pensé que quizás era la correspondencia de alguna chica que se guardaba junto a su pudor en el interior del bar; y que no tenía la suficiente valentía para comentarme boca a boca que yo era el hombre de su vida, que mis genes eran quizás sus preferidos, para cumplir el sueño de ser madre. Sin embargo, pronto pude ver que el papel que me había recetado el camarero casi por intromisión, maquillaba sobre el papel en tinta, la cuenta de mi té, sólo eso.
Nuestras mentiras las que nos convencen.
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~Juanfra Vázquez Fontalva~